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15/7/11

Las Luces De La Tarde

Había sido un hermoso día. Por ninguna razón en particular. El despertador sonó y él se levantó, se vio al espejo y se restregó los ojos. El agua de la ducha estaba fría; se sentía inspirado, cantó tres canciones antes de cerrar el grifo. Se secó, se cambió. Vio el reloj y se dijo que iba tarde. Por suerte, había pedido la mitad del día libre, lo que lo animó a apurarse. Al mal paso darle prisa, dicen.

Había sido un hermoso día. No había más tráfico del habitual, nadie se sentó a la par suya, nadie le habló, y los bichos pidiendo en el bus no lo hostigaron demasiado. Llegó a su trabajo, archivó los últimos expedientes del caso más sencillo que había tenido en mucho tiempo. Habló con el tipo gordo que se sienta cerca de él, descubrió que no era tan patético como pensaba. Pensó en lo bien que se veía el blanco en las paredes. Pensó que quería almorzar pollo.

Había sido un hermoso día. Mientras caminaba a la casa de la mujer que quería, pero no era oficialmente su mujer, empezó a lloviznar. Contrario a otros días, se sintió agradecido por aquellas gotas de agua que le empapaban la cara y la carpeta. Hasta se le hizo poético. Pensó en cuánta poesía podía haber en un charco lleno de basura y mierda mientras las gotas caen y le van haciendo ondas. Llegó a la conclusión que no mucha. Silbó un poquito.

Había sido un hermoso día. La mujer que quería no se puso de rogada. Le tenía de comer. Vieron las noticias de la una juntos. Se durmieron un rato en el sillón. Después le hizo el amor en el cuarto. No fue ni la mejor ni la peor de las veces: el sexo es una cosa, al fin y al cabo, repetitiva y monótona. Pero hubo algo diferente. Tal vez en su cara, en la disposición de las almohadas; o tal vez era el diluvio que caía afuera, desde la ventana. Terminó, recostó la cabeza en su vientre, en silencio, sintiendo la respiración de ella y sus propios latidos. Se quedó así un buen rato.

Había sido un hermoso día. Caminó de regreso a casa: la parada estaba del otro lado de la calle. Pensó en la impertinente de su mujer, la legítima, esperándole en casa para hablar del último chambre de la tía o la vecina. Pensó que era una suerte ser estéril. Miró a su derecha, a la distancia, a la ciudad que se la iban comiendo, poco a poco, las luces de la tarde. 

Un hombre caminando. Un hombre con mala pinta. Él se empezó a alejar, con disimulo, con desconfianza. El otro hombre aceleró el paso, cada vez más cerca, sin disimular la intención. Él pensó en el cheque sin cambiar, en el reloj, el teléfono de alta gama, el pasaje. Pensó en correr y corrió a cruzarse la calle. Pero no pensó en el carro color plata que venía a toda velocidad hacia él  y lo golpeó, haciéndolo caer varios metros después para luego volverlo a golpear y huir.

Gritos. Gente. Sirenas. El pavimento. El dolor que quemaba y hería en la cabeza, las costillas y la pierna derecha. 

Ya era casi de noche. Los últimos reflejos del sol se perdían a lo lejos, entre nubarrones grises y los cables del tendido eléctrico. Intentó decir algo, lo que estaba pensando mientras el sabor a sangre se hacía insoportable y lo dormía, mientras el aire se le iba a bocanadas, mientras las luces estridentes de la calle se fundían en una sola, incomprensible masa; mientras las voces y los gritos se desvanecían y se se escapaban, confusos...

Intentó pero no pudo. Quería decirle a alguien, a quien le importara, o a quien lo quisiera escuchar, que ese había sido un hermoso día. Que era un hermoso día. Que era el mejor día para morir.