Me sofoqué tanto que casi salté al bus. Era necesario, era de vida o muerte. La cabeza me daba vueltas, tenía sabor a bilis y olor a vómito en la camisa. Estaba llorando. El perro estaba muerto. Le tiré la cora al cobrador, la última que me quedaba. No me pude sentar; los edificios, la gente, los otros carros corrían, se perdían en las ventanas polarizadas y se escondían entre las cabezas de los pasajeros, que me miraban, pero no preguntaban.
Me estaban matando al perro. A puros vergazos. Me dijeron que el perro se tenía que ir, que me lo habían aguantado mucho tiempo, pero que mucho ladraba, mucho se les acercaba. Y que no se les daba la gana verlo. Ese fue su gran pecado. Cuando llegué estaba sucio y lleno de sangre, el pelo perdido en la polvareda, las patas quebradas, la panza deshecha, chillando. Me le tiré encima y aguanté las ultimas patadas. Ellos se fueron, carcajéandose.
No debía, pero tenía que -y quería- irme. Me agaché, lo acuné con mis brazos y lo despedí a mi manera. Nos cayó encima el ruido de la calle. Nos cayó encima la tarde.
Ahí quedó, enterrado atrás de la construcción, entre el ripio y la tierra. Ahí quedó.
No hay nada para amar aquí. Todo se desliza entre el asfalto.
No sé adónde voy. No sé por qué o por quién lloro. No conozco a esta gente, pero no quiero que se vayan. Estoy perdido, pero sé dónde estoy. Lo que no sé es si voy a alguna parte. No a una que yo quiera. No quiero nada. Pero quisiera quererlo.
Pude haberme quedado ahí, pero no pude. Me tenía que ir. Me iba a morir si no. Aunque esto es casi como estar muerto. No era el perro, era todo. Y era lo último.
Era lo único que quedaba, pero, ¿quién se aferra a los muertos?